Por qué el futuro de la agricultura es sin suelo

Ante la falta de espacios y recursos, la mejor forma de producir alimentos es cultivando sin suelo.

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El cultivo sin suelo es el futuro de la agricultura.

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El suelo en este planeta es finito. Pero todo indica que el hambre no. Para el 2050, la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) estima que la superficie disponible de suelo agrícola en el mundo se reducirá a la mitad. Eso hará que sea imposible producir alimentos para las 10.000 millones de personas que vivirán entonces en el planeta.

La presión inmobiliaria, la degradación de los suelos, el cambio climático y el estrés hídrico, entre otros factores, van limitando —e incluso replegando— el espacio para cultivar, lo que amenaza seriamente la seguridad alimentaria para las próximas décadas. Habrá muchas más bocas necesitando comida en menos hectáreas disponibles.    

Cultivar de la forma que mayoritariamente se ha hecho hasta ahora, poniendo en la tierra la semilla, el agua, los fertilizantes y los plaguicidas, no nos llevará mucho más lejos: muchos suelos están agotados de tanto uso y fertilizante, cada vez es más caro y difícil conseguir agua, y los plaguicidas siguen siendo contaminantes y peligrosos.

Pero en este agrio panorama para el agro, una luz —o un brote, si nos ponemos cursis— se asoma para entregar esperanzas. En realidad es una técnica y se llama cultivo sin suelo. Y es tal cual como suena: producir frutas y verduras sin necesidad de plantarlas.

De los Países Bajos al valle de Azapa

Una de las naciones más pequeñas de Europa, casi del mismo tamaño que la región de Tarapacá, es hoy la principal referencia mundial en cultivo sin suelo. A orillas del Mar del Norte, y en el territorio más denso de ese continente, están también los campos más productivos del mundo. 

Ningún otro país cultiva tantos alimentos en tan poco terreno como los Países Bajos. En términos de ventas, son la tercera nación que más exporta comida, solo detrás de Estados Unidos y Francia. Medido en rendimiento —es decir, en la cantidad de kilos producidos por kilómetro cuadrado—, nadie en el mundo cosecha más tomates, ajíes, pimentones ni pepinos que los holandeses. 

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El tomate, un fruto típico mediterráneo, es uno de los principales productos que exporta los Países Bajos.

¿Cómo lo lograron si su terreno es poco, su clima frío y sus veranos cortos? Con mucha decisión, inversión, investigación y tecnología, un esfuerzo que los llevó a un gran camino: el cultivo sin suelo.

“Un cultivo sin suelo es cuando tú haces crecer una planta fuera de la tierra”, explica Pilar Mazuela, doctora en Agronomía y decana de la Facultad de Ciencias Agronómicas de la Universidad de Tarapacá

Para eso existen diversos métodos: el más conocido es el hidropónico, en el cual las plantas crecen en una solución acuosa con nutrientes, pero también existe el aeropónico —donde las plantas son rociadas con aerosoles nutritivos desde las alturas— y otros más novedosos, que reemplazan la tierra por sustratos más fáciles de manejar, como la fibra de coco, la de pino, la lana de roca o la perlita.

Todo eso, y mucho más, lo aplican en los Países Bajos, siempre según las necesidades de cada especie. “Allá tienen sistemas altamente tecnificados, donde consiguen, por ejemplo, producir tomate todo el año y sin necesidad de tierra”, agrega la decana. Ella conoce bien el cultivo sin suelo, pues se especializó en ello en España, desde donde miraban con admiración lo que se hacía en el país del norte. 

Casi todo lo producen en inmensos invernaderos, “donde generan condiciones climáticas artificiales con calefacción, luz y humedad, que permiten el crecimiento de distintos productos. Son espacios cerrados de seis metros de alto, de vidrio doble, que dejan entrar la luz pero no escapar el calor”.

Esas técnicas e infraestructuras, que están en la vanguardia científica y tecnológica, no son replicables en cualquier parte. Pero algunas sí son imitables, o al menos sirven de inspiración, para mejorar los rendimientos en zonas donde la agricultura es más compleja, como el extremo norte. Eso es justamente lo que están haciendo en la Universidad de Tarapacá.

Contra suelos gastados

Al interior de la Región de Arica y Parinacota, entre el altiplano y la costa, hay dos oasis en medio del desierto de Atacama: los valles de Azapa y de Lluta. Famosos por su fertilidad —y sus deliciosos choclos, aceitunas, mangos y maracuyás—, han sido trabajados con tanta intensidad que sus suelos ya no tienen la misma riqueza que hace unas décadas.

El monocultivo de ciertas especies, como el tomate larga vida, degradó el equilibrio de la tierra, “lo que generó una virulencia de plagas del suelo muy fuerte”, cuenta Mazuela. “Aparecieron nemátodos, algunos hongos y otros patógenos que afectan el crecimiento de las plantas”. 

Estos problemas, tradicionalmente, se combatían aplicando plaguicidas como el bromuro de metilo, un gas con efecto invernadero que ya se encuentra prohibido, pero cuyo uso intensivo aceleró el desgaste del suelo y afectó la productividad de los valles.

Para evitar un desastre productivo pero también alimentario, la Universidad de Tarapacá comenzó a desarrollar cursos y formaciones sobre cultivo sin suelo, no solo para estudiantes o profesionales sino también para agricultores de la zona.

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Lechugas hidropónicas en el desierto. Foto: Luis Astorga.

“Hace más de veinte años que trabajamos con sistemas de cultivo sin suelo”, apunta la decana. Esta no solo es una gran alternativa para enfrentar la degradación del suelo, sino que además permite aprovechar mejor el espacio y los pocos recursos disponibles.

“Como agricultor, uno siempre intenta que la planta no compita por luz, agua ni nutrientes. Pero en suelo, aunque riegues muy bien, la planta igual tendrá que hacer un gran esfuerzo para buscar el agua. En los sistemas sin suelo, en cambio, mantienes agua fácilmente disponible, con los nutrientes adecuados, entonces no se genera competencia entre ellas ni tampoco un tremendo esfuerzo por las raíces para absorber minerales”.  

Así, en vez de estar gastando su energía en buscar agua, luz o nutrientes, la planta se enfoca en lo más importante: en formar frutos grandes y sabrosos.

Si bien la inversión en tecnología y capacitación es alta para comenzar a cultivar sin suelo, esta se compensa rápidamente con la reducción de costos en recursos. Para producir un kilo de tomate en condiciones normales se necesitan, en promedio, unos 60 litros de agua. En los Países Bajos, con métodos sin suelo, apenas requieren de 15 litros.  

Nada mal si consideramos que el sector agroalimentario, según el estudio SOLAW 2021 de la FAO, es el que extrae más agua en el planeta: consume aproximadamente el 72% de los recursos hídricos mundiales superficiales y subterráneos.     

Esa eficiencia también ocurre con los fertilizantes que, si es que al agua se le añaden todos los nutrientes, casi no son utilizados con estos métodos. Y para qué decir con los pesticidas: como la mayoría de las enfermedades y plagas de las plantas provienen del suelo, así se consigue evitarlas y tratarlas con mucha más precisión.

Lechugas sin suelo

Para fortalecer estas técnicas, la Universidad de Tarapacá está liderando un proyecto, junto a otras universidades, de agricultura vertical. El objetivo es desarrollar un modelo de cultivo de lechugas sin suelo, “hidropónico y con agua recirculante”, como explica Mazuela, para que el líquido de riego se reutilice y no se pierda.

“Serán contenedores cerrados, de poco espacio, iluminados con luces LED, que para el productor serán muy fáciles de manejar”. Esto permitirá aumentar la producción de hortalizas de hojas, las cuales se cultivan poco en el extremo norte. 

¿Hay piso en Chile para potenciar la agricultura sin suelo? “Lamentablemente, no tanto”, dice la académica. “Falta que como Estado se priorice la seguridad alimentaria, en especial ante el cambio climático. Solo una producción diversa, eficiente y sustentable de alimentos nos va a proteger de cualquier eventualidad”.